Apenas asomaba una
pequeña parte de sus cuerpos cuando se presintieron.
En aquella orilla del lago aprendieron el nombre de cada una
de las estrellas, de cada pez que saltaba en el pequeño oleaje, de cada pájaro
que los visitaba.
La brisa les enseñó el lenguaje de la música y sus ramas
interpretaban el sonido de la tarde cuando las anaranjadas nubes teñían sus
cuerpos con la calidez del ocaso.
Tenían cientos de años, pero sus brazos de madera, tuvieron
que esperar casi doce para rozarse, para
sentir la caricia del otro, para que
danzaran sus ramas en frenética pasión.
Se enredaran en besos
inacabables, se entregaban sin guardar nada, sabiendo que nacieron únicamente
para hacerlo, y también amaban todo aquello que tenía la suerte de estar cerca
suyo.
La aldea de las aguas estaba enteramente orgullosa de la
historia que se repetía constantemente y no pasaba un solo día sin que algún
habitante ya fuese niño o mayor se deleitase
con los besos de los sauces y abrazase sus troncos con una ternura
inexplicable, después de todo se dice que fueron ellos quienes construyeron sus
hogares.
Y llegó el extranjero, con su carpeta de títulos, su
sapiencia prepotente y su lógica aplastante desbaratadora de creencias. “No es más que un efecto producido por el
viento” dijo.
El más viejo del lugar le regaló una mirada comprensiva y una condescendiente y cálida sonrisa. Mientras
se alejaba, el extranjero cayó en la cuenta de que aquel anciano tenía en sus
pupilas el color ………de aquellas hojas enredadas.
HACEDME EL FAVOR DE SER FELICES KARRAS.